Garri Kaspárov habla acerca de los rápidos cambios que experimenta el panorama tecnológico y de la importancia que este cobra a la hora de preservar la democracia.
La tecnología nos rodea. Nuestros dispositivos siempre están encendidos y conectados y, en consecuencia, nosotros también lo estamos. Por la mañana miramos todas las notificaciones que tenemos en el smartphone, de camino al trabajo escuchamos podcasts, pasamos todo el día trabajando frente a la pantalla del ordenador y, cuando llega la noche, nos abandonamos al ritual de ver las novedades de nuestros servicios de streaming favoritos.
Todo esto puede recordarnos a un antiguo ritual, lo cual pone de relieve la velocidad con que nos acostumbramos a la tecnología nueva y llegamos a pensar que es lo más normal del mundo. Aparte del ordenador de trabajo, las otras actividades apenas existían hace tan solo una década. Y esas solamente son las conexiones con las que interactuamos directamente. Nuestros teléfonos, coches y hogares realizan innumerables tareas en segundo plano, llegando incluso a convertir en datos aspectos ocultos de la vida.
Es importante hacer hincapié en la rapidez con que adoptamos una actitud complaciente en relación con cosas que nos habrían parecido ciencia ficción una generación atrás. Hemos de anticiparnos y vislumbrar las consecuencias si este proceso de familiarización ocurre con otras formas de tecnología todavía más personales. Pese a la ubicuidad de las herramientas digitales, muchas de las variantes más recientes están aún comenzando a afianzarse y tienen un largo camino por delante antes de convertirse en partes arraigadas y constantes de nuestra rutina. Veamos el caso del asistente virtual de Amazon: Alexa. Casi todos los millones de clientes satisfechos con el dispositivo han recibido una respuesta sin sentido a una petición, han visto cómo liaba las citas en el calendario, escribía mal un mensaje de correo o han llegado a oír la inquietante risa de Alexa. Estos fallos técnicos se convierten en divertidas anécdotas, lo cual tiende a reducir, equivocadamente, la preocupación con respecto al potencial de vigilancia de estos dispositivos.
Uno de los campos que más rápido está avanzando en el mundo de la tecnología es el de la recopilación y el análisis de los datos biométricos, una cuestión de la que ya comenté algo en mi publicación anterior. Como apunté, teniendo en cuenta el estado actual de las investigaciones, innovaciones como los kits caseros de pruebas genéticas todavía no son totalmente fiables. Sin embargo, empresas y gobiernos de Estados Unidos y otros países ya están implantando sistemas de vigilancia biométrica a gran escala, sistemas que estarán listos para su uso cuando la tecnología lo permita. Las cuestiones que afectan a la privacidad personal sobre las que he escrito anteriormente no son nada en comparación con la amenaza que suponen los tesoros de datos biométricos centralizados sobre empleados y ciudadanos. El hecho de que estas tecnologías se encuentren en las etapas tempranas de desarrollo y de que algunas sean primitivas no significa que debamos descartar futuros peligros. Tenemos que estar preparados para afrontar los desafíos de la vigilancia biométrica sobre la población antes de que se convierta en una realidad.
Volviendo al tema de Amazon, la empresa patentó hace poco una muñequera inteligente capaz de supervisar el movimiento de las manos de un trabajador. De momento, el dispositivo es solo una idea y puede que nunca lleguen a implantarlo en el lugar de trabajo, pero, a pesar de ello, es importante analizar las cuestiones éticas que suscita. Si sumamos esto a la draconiana cultura de la eficiencia imperante en los almacenes de Amazon (siete empleados han muerto en el desempeño de sus funciones desde 2013), es fácil inferir la capacidad de explotación de este dispositivo, que forzaría a los trabajadores a luchar por alcanzar niveles inhumanos de productividad. Nos trae a la memoria las escenas que se desarrollan en la fábrica de la película Tiempos modernos de Charlie Chaplin, donde el humano se transforma en el sirviente de la máquina. Y, si una máquina puede hacer un seguimiento tan pormenorizado del desempeño de un trabajo, ¡lo normal sería que la máquina hiciera ese trabajo! Es mejor ser reemplazado por un robot que ser tratado como uno de ellos.
Walmart, uno de los principales rivales, está desarrollando un sistema de vigilancia de audio para escuchar las conversaciones de los cajeros con los clientes en las cajas. Será capaz de juzgar el rendimiento a partir de la eficiencia de embolsado, la rapidez con que la cola avanza y hasta el contenido de las conversaciones. Este tipo de innovaciones otorga a las empresas una tremenda cantidad de poder sobre los empleados. Si bien estas herramientas se pueden utilizar para potenciar la productividad de un modo que beneficie por igual a empleados y empresarios, también pueden virar hacia un territorio distópico. ¿Tus derechos en cuanto a privacidad y autonomía dejan de existir en el momento en que fichas en el trabajo? Es difícil sondear el nivel de estrés provocado al saber que nos hallamos bajo una constante vigilancia, al menos para alguien que no haya vivido en un estado totalitario en el que tal escrutinio fuera rutinario.
Estamos siendo testigos de una expansión similar del control por parte de los gobiernos, siendo quizás China el ejemplo más notorio. También en este caso, algunas de las tecnologías empleadas son algo rudimentarias. Un periodista que visitó recientemente la ciudad central de Zhengzhou tuvo la oportunidad de probar las gafas de sol de reconocimiento facial que utiliza la policía y llegó a la conclusión de que, en realidad, no eran demasiado útiles. Las gafas, conectadas a una pequeña cámara que, a su vez, está enchufada por cable a un miniordenador, cotejan fotos de personas con una base de datos de imágenes, nombres y números nacionales de identidad guardados. El proceso en sí todavía es tosco y, combinado con la comprensible evasión de la gente en relación con los dispositivos, el efecto general resulta decepcionante. Pero imagina lo que se podría lograr con unos pequeños avances en velocidad, precisión y facilidad de uso. (Esto no se limita a los rostros humanos, naturalmente. En muchos países, la policía usa regularmente escáneres lectores de matrículas que buscan y registran automáticamente todos los vehículos que están a su alcance).
Para empezar, tenemos que tratar de resolver el asunto de la propiedad. Las empresas son las dueñas de todo lo que los empleados hacen en los ordenadores de trabajo, pero ¿también les pertenece todo lo que se dice en la oficina? Los datos biométricos son la siguiente frontera de la batalla por la privacidad. ¿Pueden las empresas abogar por el uso de datos de reconocimiento de voz para controlar a los trabajadores? ¿Pueden los gobiernos utilizar software de reconocimiento facial sin infringir los derechos de las personas? ¿Quién tiene acceso a los datos? ¿Quién los almacena y durante cuánto tiempo?
Al tiempo que sopesamos las respuestas a estas preguntas, hemos de ser realistas acerca de los asuntos sobre los que se puede legislar y los que no. Leyes como el Reglamento general de protección de datos, que hace poco entró en vigor en Europa y que he descrito aquí, son importantes, no cabe duda. La ampliación del marco a la escala internacional incrementará la transparencia y la responsabilidad. A la vez, el ámbito digital está experimentando rápidos cambios y es imposible efectuar adaptaciones legislativas cada vez que una herramienta nueva entra en el mercado.
Por lo tanto, más allá de normas específicas, es crucial defender un marco internacional sólido que se base en unos valores compartidos y unas instituciones que actúen como precedentes jurídicos y éticos. Unas alianzas fuertes entre naciones democráticas son el mejor baluarte contra los gobiernos autoritarios, que, evidentemente, son los que más probabilidades tienen de utilizar herramientas digitales para vigilar a sus ciudadanos y, lo que es más importante, de usar este control para perseguir y reprimir a la población.
El único modo realmente eficaz de combatir este tipo de control orwelliano, que resulta tentador para las empresas privadas y para las instituciones públicas, consiste en reforzar los gobiernos y los organismos democráticos. La estructura y el discurso de las instituciones internacionales deberían reflejar los rápidos cambios que experimenta el panorama tecnológico y la importancia que este cobra a la hora de preservar la democracia. En la última cumbre celebrada en Bruselas, los aliados de la OTAN crearon un centro de operaciones del ciberespacio que puede hacer uso de las cibercapacidades de los distintos estados miembros para una protección mutua. Las palabras y los grupos operativos han de estar respaldados por acciones, de modo que está por ver si este paso supone un cambio sustancial, pero ya es un buen comienzo. Quiere decir que las naciones democráticas del mundo permanecen unidas para reconocer las amenazas tecnológicas y que colaborarán para garantizar que la tecnología se utilice con el fin de promover la libertad humana, la innovación y la prosperidad, no para restringirlas.